La ama arrojó al hijo de la esclava a los perros, pero la venganza la hizo arrepentirse amargamente.

Joana sostuvo con firmeza la cabeza de Dona Mariana por sus cabellos rubios, forzando el líquido oscuro y amargo a bajar por su garganta. Los ojos azules de la señora se desorbitaban de terror y agonía, comprendiendo demasiado tarde.

“Bebe, señora”, susurró Joana, su voz cargada de un veneno emocional tan potente como la infusión de raíces podridas que Josefa, la cocinera, había preparado. “Bebe la leche envenenada de la venganza que le negaste a mi hijo”.

El corazón de Joana ya no sentía miedo. Solo latía al ritmo de un dolor insondable y una rabia que ardía como el fuego de un ritual sagrado.

Hacía apenas tres días, esa misma rabia había nacido. Movida por celos delirantes y rumores de brujería africana, Dona Mariana había arrancado al pequeño Benedito, de solo ocho meses, de los brazos de Joana mientras lo amamantaba. Ignorando las súplicas desesperadas de la única madre que el bebé conocía, Mariana, con los ojos inyectados en odio, arrojó al niño inocente directamente a las fauces de sus tres mastines españoles hambrientos.

Los perros devoraron la carne tierna de Benedito en segundos que para Joana fueron una eternidad. Su corazón se hizo añicos.

Ahora, en la cocina oscura, Joana observaba su obra. Desde la ventana iluminada de la casa grande, podía ver las sombras danzantes. Escuchaba los gritos agudos de la señora mientras caía de rodillas, su cuerpo convulsionando violentamente. Pus amarillento y sangre negra brotaban de su boca, nariz y oídos. Joana limpió metódicamente sus manos en el delantal sucio de sangre y bilis. Benedito estaba vengado.

Pero la venganza tenía un precio inmediato. Los pasos pesados de Thomás, el temido capataz, se acercaban por el pasillo de piedra.

Con el cuchillo de cocina aún en mano, Joana supo que no había tiempo para dudar. Se deslizó por la puerta lateral hacia la oscuridad del jardín de hierbas. De entre las sombras surgió Madalena, sus ojos brillando con lágrimas no derramadas y una determinación feroz. Ella lo había visto todo.

“Joana, tenemos que irnos ya”, susurró con urgencia. “Josefa ha alertado a las otras en la senzala. Nos esperan en la capilla de Santa Efigênia”.

Las dos mujeres corrieron bajo el manto protector de la noche, justo cuando los tambores de alerta comenzaban a sonar en la casa grande. La caza había comenzado.

En la capilla abandonada, oculta en el bosque, encontraron a Josefa, a la joven Lúcia y a otras siete mujeres. Todas eran rostros marcados por el sufrimiento, madres que habían perdido hijos, esposas que habían perdido maridos por el látigo.

El grupo debatió su futuro. ¿Huir a un quilombo en las montañas, a cinco días de camino? ¿O quedarse y luchar?

“No aguanto más esconderme como una rata”, dijo Lúcia con voz temblorosa pero firme. “Perdí a mi marido cuando intentó huir. Si vamos a morir, prefiero morir luchando y llevando a algunos de esos demonios conmigo al infierno”.

Madalena asintió. “La venganza solitaria no cambia el sistema. Joana hizo lo que todas soñamos, pero debemos pensar en algo más grande que una simple huida”.

Joana, que había permanecido en silencio, procesando la muerte que acababa de causar, finalmente se levantó.

“Matar a Dona Mariana no me devolvió a Benedito”, dijo con una voz firme que la sorprendió a ella misma. “Pero me hizo darme cuenta de algo. Nos han enseñado a aceptar esta vida de horror porque nos dijeron que no teníamos otra opción. Es mentira. ¿Y si somos capaces de crear una realidad diferente?”

Esa noche, en la capilla olvidada, nació una conspiración. No huirían. Lucharían.

El plan era audaz y peligroso. Joana se escondería en un sótano secreto bajo la senzala. Josefa usaría su conocimiento ancestral de las hierbas para enfermar gradualmente a los capataces, debilitándolos sin matarlos. Lúcia y sus pequeñas hijas se convertirían en mensajeras insospechadas, llevando recados codificados en forma de canciones infantiles. Y Madalena contactaría a Sebastião, un hombre de la molienda que había perdido tres hijos, para unir a los hombres a su causa.

Durante las tres semanas siguientes, una revolución silenciosa transformó la hacienda Santo Amaro. Thomás y otros cinco capataces cayeron enfermos con misteriosos males intestinales. Senr. Augusto, consumido por el dolor, la paranoia y el alcohol tras la muerte de su esposa, apenas salía de sus aposentos. La búsqueda de Joana había fracasado.

Mientras tanto, Sebastião había reclutado en secreto a diecisiete de los hombres más fuertes y desesperados.

La tensión estalló en la cuarta semana. Las noticias de una rebelión fallida en una hacienda vecina pusieron a todos los señores en alerta máxima. Thomás, aunque débil, ordenó el azotamiento aleatorio de un joven de dieciséis años como advertencia.

Mientras el látigo silbaba en el aire, Sebastião soltó su herramienta. Caminó deliberadamente hacia el poste de los azotes.

“Basta”, dijo, su voz tranquila pero cargada de autoridad. “No vamos a seguir viendo cómo torturan a nuestros hijos”.

Thomás, furioso, levantó el látigo contra Sebastião. Pero antes de que pudiera golpear, los otros diecisiete hombres se levantaron y se pararon al lado de Sebastião. Ochenta esclavos más dejaron de trabajar, observando. El silencio fue ensordecedor.

Senr. Augusto, alertado, salió tambaleándose de la casa grande y se encontró con una confrontación imposible. Podía ordenar a sus hombres que dispararan, pero eso significaría la ruina financiera y una masacre total.

En ese momento crítico, Madalena tomó una decisión. Corrió al sótano y liberó a Joana.

Juntas, caminaron abiertamente hacia la confrontación. Los gritos de asombro resonaron. Joana, la mujer más buscada de la hacienda, estaba allí, de pie y orgullosa.

“Fui yo quien mató a Dona Mariana”, declaró su voz resonando en todo el cañaveral. “Ella asesinó a mi hijo inocente arrojándolo a los perros. Hice justicia de la única forma que este mundo nos permite”.

Miró directamente a Senr. Augusto. “Pueden prenderme, torturarme y ejecutarme. Pero eso no cambiará el hecho de que todos aquí están cansados. Todos hemos perdido demasiado”.

Lo que siguió fue una negociación tensa e improbable. Senr. Augusto, enfrentado a la ruina total, hizo un cálculo pragmático. Propuso un arreglo experimental que conmocionó a todos.

Los azotes aleatorios serían suspendidos. Las familias ya no serían separadas por la venta. Se distribuirían pequeñas parcelas de tierra para que los esclavos cultivaran su propia comida los domingos. A cambio, la productividad de la hacienda debía aumentar un veinte por ciento.

Joana no sería ejecutada. Quedaría confinada en la senzala bajo vigilancia constante.

Fue un compromiso que no satisfizo a nadie por completo, pero que dejó a todos con vida. Una tregua precaria había sido forjada en el fuego de la venganza de una madre y el sufrimiento colectivo. La hacienda Santo Amaro nunca volvería a ser la misma.