Después de que mi hijo falleció, nunca le dije a mi nuera que él me había dejado una casa, dos autos y una cuenta bancaria a mi nombre… y no me arrepiento de haberlo mantenido en secreto.
El olor a jazmín y tierra mojada era lo único que mantenía a Doña Elena atada a la realidad. Dos meses. Dos meses desde que el corazón de su hijo, Miguel, se había detenido de forma inesperada, dejando un vacío que ninguna palabra de consuelo podía llenar. Su nuera, Sofía, se movía por la casa con una frialdad que helaba la sangre, una indiferencia que la propia Elena no podía entender en medio del luto.
Una semana después del funeral, el abogado de Miguel la había llamado a su despacho, un encuentro que la había dejado en shock.
—Doña Elena, el testamento es claro —le había dicho el notario—. Miguel le deja a usted la casa en la que reside, así como el apartamento en la ciudad que compró el año pasado. El resto de sus bienes, incluidas las cuentas bancarias, han sido puestos a su nombre.
Elena se quedó sin aliento. —¿Y Sofía? ¿Su esposa? —Para ella, solo un seguro de vida a su nombre. Nada más de los bienes inmuebles o cuentas. Es una decisión firme y legal.
Elena sintió un escalofrío. Su hijo no había sido un hombre descuidado. Si había excluido a su esposa de una herencia que se suponía que era de ambos, él tenía que tener una razón… una muy profunda y dolorosa.
Decidió guardar silencio. Por lealtad a la memoria de Miguel, por ese instinto maternal que le decía que esperara. “Miguel sabría por qué, y el tiempo lo dirá,” pensó, cerrando el sobre con los documentos legales.
Dos meses y una semana después de la muerte de Miguel, Elena bajó las escaleras para encontrarse con una escena que le cortó la respiración: Sofía, con una sonrisa descarada, estaba besando a un hombre fornido en la sala de estar.
—Ah, suegra, qué oportuna —dijo Sofía, separándose sin vergüenza—. Te presento a Ricardo, él es mi… compañero.
El corazón de Elena palpitó con fuerza, pero se mantuvo firme. —Sofía, es demasiado pronto… —¿Pronto? No seas anticuada, Elena. Y ahora que estamos todos, vayamos al grano —Sofía se cruzó de brazos y señaló la puerta con un gesto de desprecio—. Ricardo y yo necesitamos espacio. Este es nuestro hogar ahora. Empaca tus maletas y vete. No tienes nada que hacer aquí.
Elena sintió que el dolor y la traición la ahogaban. Entendió todo en ese instante: la frialdad de Sofía, la decisión de Miguel. Su hijo no había querido que esa mujer disfrutara de lo que él había construido con su esfuerzo, previendo quizás lo rápido que sería reemplazado.
La rabia le dio una fuerza sobrenatural. —¿Tu hogar? —Elena sonrió con una frialdad igual a la de Sofía. Sacó los documentos del bolsillo y los dejó caer sobre la mesa de café, haciendo un ruido seco.
—Lamento decirte, querida Sofía, que esta no es tu casa. Ni nunca lo fue después de que mi hijo murió. —¿De qué estás hablando, vieja? —Miguel no te dejó esta casa. No te dejó el apartamento en la ciudad. No te dejó nada más que ese seguro. Todas sus propiedades están legalmente a mi nombre.
Sofía y Ricardo se quedaron paralizados, con las bocas abiertas.
—Lo mantuve en secreto, porque creí que mi hijo tenía sus razones, y veo que no me equivoqué —Elena se acercó a Sofía, su voz baja y cargada de autoridad—. Ahora, tienes veinticuatro horas para sacar tus cosas de mi propiedad, de mi casa. Si no lo haces, haré que el abogado te desaloje y presentaré cargos por allanamiento de morada.
Elena tomó su teléfono y marcó. —Hola, Abogado Vargas. Soy Elena. Quiero que presente la solicitud de desalojo mañana mismo. Es hora de que mi hijo descanse en paz y se haga justicia.
El rostro de Sofía se transformó de la incredulidad al pánico. Ricardo, al ver que la casa que pensaba habitar se desvanecía, ya había retrocedido hacia la puerta.
Elena se sentó en el sofá, dueña absoluta de la casa y de la verdad. Su hijo le había confiado su justicia, y ahora, ella se la concedía. Había mantenido el silencio por amor, y ahora hablaba por justicia y por la memoria de Miguel.
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